En los pueblos antiguos era muy común la flagelación como medio de purificación y penitencia. Los Macabeos se azotaban con cuerdas, correas o vergajo, 200 años antes de Cristo. Los judíos y los romanos también se flagelaban. En el siglo IX, la iglesia católica usó la flagelación como una vía de penitencia corporal, para expulsar cualquier tentación y para imitar a Jesucristo azotado. Durante la época medieval, los disciplinantes se extendieron por toda Europa, caminaban por las calles y se golpeaban la espalda hasta chorrear sangre.
Los penitentes en España se dividían en “los disciplinantes de luz”, que eran los que alumbraban con hachas y cirios en las procesiones y “los disciplinantes de sangre”, que se flagelaban hasta ensangrentar su ropa e incluso el suelo. Unos y otros se contaban por miles. Quien practicaba la flagelación una vez, tenía que repetirla anualmente, pues creían que el no hacerlo les causaría enfermedades.
En los siglos XVII y XVIII todavía se estilaba la disciplina en Austria, Italia y Holanda. Las flagelaciones penitenciales en España las prohibió el rey Carlos III el 20 de febrero de 1777. En la población de San Vicente de